Por Ezequiel Nova
La República Dominicana vive una crisis silenciosa y devastadora: el colapso de la salud mental. No se trata de estadísticas frías, sino de tragedias humanas que estremecen al país casi a diario.
Hace poco, una madre envenenó a sus tres hijos y luego se quitó la vida. Semanas antes, un padre asesinó a su propio hijo en un arranque de desesperación. Y más recientemente, una niña fue atacada con un clavo en un hecho que refleja la violencia descontrolada que brota en los hogares. Estos episodios no son hechos aislados: son la punta del iceberg de una sociedad que no está recibiendo la atención psicológica y psiquiátrica que necesita.
Mientras los casos de depresión, ansiedad, adicciones y violencia intrafamiliar se multiplican, el sistema público está al borde del colapso. Con apenas un hospital especializado, sin programas comunitarios efectivos y con una falta alarmante de personal capacitado, el Estado ha dejado a las familias libradas a su suerte. La salud mental sigue siendo tratada como un tabú, como un problema individual y no como lo que realmente es: una bomba de tiempo social.
Cada vez más dominicanos caen en la desesperación sin encontrar un espacio de ayuda, y las consecuencias son muertes evitables, infancias marcadas por el trauma y comunidades que viven bajo la sombra de la violencia. La pobreza, el desempleo y la falta de oportunidades solo agravan una realidad que se ha vuelto insoportable para muchos.
El país necesita con urgencia un plan nacional de salud mental, con inversión en hospitales, psicólogos en las escuelas, campañas de prevención y un enfoque comunitario que le devuelva la esperanza a quienes hoy sienten que no tienen salida.
Porque cada suicidio, cada filicidio, cada tragedia familiar que sacude a la opinión pública es el grito desesperado de un sistema que colapsó hace mucho. Y mientras el Estado lo siga ignorando, serán los más vulnerables quienes paguen el precio más alto.
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