Por Ezequiel Nova
Cuando cae la noche sobre el Estadio Olímpico, una parte de la ciudad se transforma. La zona boscosa que rodea esta emblemática instalación deportiva deja de ser un espacio público para convertirse en un terreno sin ley. Allí, ocultos por la oscuridad y el silencio, conviven dos realidades: encuentros sexuales entre hombres (conocidos como "cruising") y un alarmante aumento de robos, extorsiones y violencia.
Esto no es una simple anécdota urbana. Es una muestra del abandono sistemático de un espacio público que debería estar al servicio de la ciudadanía. En cambio, se ha convertido en un área de riesgo, donde quienes acuden —por deseo, necesidad o rutina— quedan expuestos a todo tipo de peligros.
Deseo bajo amenaza
El cruising, lejos de ser un fenómeno marginal, es una práctica histórica dentro de la comunidad gay, muchas veces en respuesta a la falta de espacios seguros y libres de estigma. Pero en el Estadio Olímpico, esta práctica se ve atravesada por la precariedad y la amenaza constante. No hay iluminación. No hay patrullaje. No hay señalización. Y lo más grave: no hay voluntad política para intervenir.
La zona ha sido mencionada repetidamente en redes sociales, foros y reportajes informales como un foco de inseguridad. Los testimonios abundan: personas asaltadas, golpeadas o incluso extorsionadas por delincuentes que saben que sus víctimas probablemente no denunciarán por miedo al estigma o a ser expuestas.
¿Y las autoridades? Bien, gracias.
Lo más inquietante de todo es la inacción. Las autoridades conocen esta situación. No es un secreto. Y sin embargo, la respuesta ha sido el silencio, la indiferencia o —peor aún— la represión selectiva. Se persigue a quienes se reúnen allí por motivos sexuales, pero no se combate con la misma fuerza la delincuencia organizada que opera en la zona. ¿Por qué?
Es más fácil culpar a la comunidad LGBTQ+ que enfrentar el verdadero problema: el abandono del espacio público, la ausencia de políticas urbanas inclusivas, y la negligencia en materia de seguridad ciudadana.
Un espacio que nos habla de quiénes somos
El Estadio Olímpico y su entorno deberían ser un símbolo de encuentro, de deporte, de vida al aire libre. Hoy son todo lo contrario. Son un espejo oscuro de cómo las autoridades gestionan el espacio urbano: invisibilizando lo incómodo, dejando crecer la marginalidad y permitiendo que la violencia se normalice.
No se trata solo de instalar luces o poner una cámara. Se trata de decidir qué ciudad queremos habitar. Una ciudad que margina y castiga, o una que entiende que el espacio público debe ser seguro, libre y accesible para todos —sin importar su orientación sexual o forma de vivir la noche.
Mientras sigamos tolerando zonas oscuras —física y simbólicamente—, seguiremos alimentando los mismos patrones de exclusión, violencia y silencio.
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