Por Ezequiel Nova
La muerte de una niña haitiana ahogada en una piscina durante un paseo escolar en Santiago no es un hecho aislado ni un simple error. Es una tragedia que grita algo incómodo: a algunos niños este país no los cuida igual que a otros.
Una menor fue entregada por su familia al colegio con la confianza básica que cualquier padre deposita en una institución educativa. Esa confianza terminó en un ataúd. ¿Cómo es posible que, bajo la mirada de adultos responsables, una niña pierda la vida en una piscina? ¿Dónde estaban los supervisores? ¿Dónde estaban los protocolos? ¿Quién vigilaba realmente?
La respuesta, por dura que sea, parece evidente: nadie estaba haciendo lo que debía.
Pero hay algo aún más cruel. Si esta niña no hubiera sido hija de inmigrantes haitianos, ¿habría existido la misma negligencia? ¿Habría fallado tanta gente al mismo tiempo? La desigualdad y el trato indiferente hacia las familias migrantes no son teorías: se viven en las salas de clases, en las oficinas públicas, en las esperas eternas, en los silencios incómodos. Y ahora, en una tumba demasiado pequeña.
Esta tragedia revela un abandono que va más allá del colegio: es un abandono social, institucional y moral. Un país que permite que una niña muera así demuestra que sus palabras sobre “integración” y “diversidad” son poco más que discursos vacíos.
No basta con investigar; tiene que haber responsables. Personas concretas. Decisiones concretas. Consecuencias reales. Ninguna familia debería sobrevivir a su hija, y menos por culpa de una negligencia que era perfectamente evitable.
La muerte de esta niña haitiana no puede convertirse en otro titular que se disuelve en el olvido. Su vida, breve y rota, debe obligarnos a mirar de frente la vergüenza de un sistema que protege menos a quienes más deberían importar: los niños.
Porque lo más indignante de esta tragedia es que no tenía por qué haber ocurrido.

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